Balcones

Y es que últimamente paso mucho tiempo en el mío, queridos. Tiempo sola y tiempo acompañada.

Ayer cuando llegué de merendar con Laia, que merendé todo lo que no había cenado la noche anterior, y recoger el coche del taller con el mecánico más mono del mundo, eché unos cojines al suelo y me quedé allí un buen rato.

Puse algo de música y sonó, como no, la lista de reproducción de Jazz y recordé algo de la noche anterior.

“Me has programado para que cuando suene jazz tenga ganas de…”

No le di importancia, incluso me pareció algo gracioso, una bromita para excusar el contacto con mi piel o un romanticismo de esos que son preludio del salvajismo nocturno.

Pero ayer me di cuenta de que no iba tan mal encaminado. Las dos noches las empezamos en el balcón, con pianos y saxos de fondo, viciando el ambiente con humo y llenándolo de ideas que luego se me acumulan debajo de mis ojos provocándome unas ojeras horribles. Ideas que más tarde se agolpan en mi cabeza, empujándose las unas a las otras y, a veces, haciendo un ruido ensordecedor incapaz de ser silenciado ni poniendo orden.

Todo y nada, amor y odio, ruido y silencio, sensibilidad en lugares inesperados bautizados como punto A, placer y dolor, lienzos de piel, la señorita azul, 1:56, buenas noches… buenas noches… buenas noches, el restaurante Sirio, la ducha, rascarnos…

Y tuve que quitar la música para no tener que descolgar el  teléfono y hacer la llamada de socorro...

Acabaré por pensar que estoy tan enferma como algunos piensan...